Los trenes pasan, sus pitidos me aturden. La gente se
amontona en los andenes intento pregunta, pero no tengo voz, nadie me presta
atención, ni siquiera cruzan su mirada con la mía. Subo en el primer tren que
para. Desconozco el destino, no me importa: he de llegar lo antes posible.
Consigo abrirme paso entre los pasajeros, que sudorosos y torpes se agolpan en
el pasillo. Encuentro un asiento. El paisaje que aparece tras la ventanilla me
resulta completamente desconocido, y cambia radical y constantemente, a la
misma velocidad del convoy: desierto, montañas, bosques, prados, acantilados.
Este tren no para en ningún lugar, he de bajar cuanto antes, alguien está esperando mi llegada. Me doy cuenta que no llevo equipaje, ni dinero; no importa, lo urgente es llegar. Por fin el tren se detiene me encuentro: en una estación y salgo corriendo. La gente ha desaparecido. Ante mí hay unas escaleras que parece no tener fin. Cada peldaño que piso se funde. Llego hasta un gran vestíbulo circular y me siento rodeada de puertas. Sin pensar me dirijo a la más cercana, sin saber cómo me encuentro embarcando en un avión.
Ahora todo resulta acompasado, voy a llegar a tiempo. Entre el pasaje veo caras conocidas, amigos, familia. Se acercan a mí y preguntan por qué estoy tan agitada. Yo también quiero preguntarles qué hacen ahí, a dónde van, pero no tengo voz. Me esfuerzo por gritar, pero es imposible, mi voz está vacía.
El avión aterriza, estoy en la orilla de una playa
desierta, voy caminando junto al mar hasta llegar a un atolón abrupto, rodeado
de lodo. Aquí se cierra el camino, no puedo avanzar ni retroceder. Estoy en
medio de la nada, atrapada sin poder moverme un ápice. La inquietud y la
angustia son mis únicos acompañantes. Solo puedo esperar.
Epílogo
Una semana después de tener este sueño, recibí una
llamada de teléfono. Era mi hijo pequeño. Tras unos días en la unidad de
cuidados intensivos consiguió llamar a casa. Estaba en Nueva Zelanda,
estudiando, había sufrido un accidente de tráfico de gravedad durante una
excursión con sus compañeros. El chico que se sentaba junto a él en la parte
trasera del coche no sobrevivió.
Marta Bernal